El otro día recibí una carta que me produjo una gran
tristeza, sobre todo porque dejaba ver lo mucho que aquella buena señora estaba
sufriendo: hacía pocos meses que había muerto, casi repentinamente, su marido,
y ella, no sólo no había logrado digerir esa muerte, sino que la estaba
envolviendo en un odio creciente a Dios y a toda su formación religiosa.
Se sentía estafada. ¿No le aseguraban que Dios protegía y amaba a los buenos, a
los que le amaban? ¿No le habían contado mil veces que la oración todo lo puede?
¿ Por qué Dios se había vuelto sordo ante sus gritos la primera vez en que
realmente había clamado hacia Él? Y las promesas que algunos le daban ahora de
que algún día le reencontraría, ¿no serían un cuento más para tranquilizarla?
De otro modo, ¿por qué en su alma, lejos de crecer la pacificación, aumentaba
de hora en hora la «certeza», decía ella, de que detrás no hay nada, de que
todo es una gigantesca fábula, que la habían engañado como a una niña desde que
nació? Me hubiera gustado poder charlar serenamente con esta señora. Averiguar,
sobre todo, si estos desgarramientos venían del impacto de un golpe tremendo
del que no se había repuesto y que le impedía hasta discurrir, o si eran fruto
de un discurso sereno (y envenenado) de su alma. Pero toda esa posibilidad me
la negaba al no firmar su carta y tampoco podía esperar, sensatamente, que en
el corto espacio de un artículo yo contestara y tratara de curar cada una de
«sus» heridas, distintas sin duda de las de otras personas que hubieran pasado
por un problema parecido. Tal vez en esa conversación yo hubiera podido ser
hasta un poquito duro con esa señora y decirle abiertamente que ese gran dolor
podía ser «su gran clarificación», la hora en que descubriera que la educación
que le dieron y el Evangelio que ella de hecho practicaba no eran, en realidad,
un verdadero cristianismo sino una variante de religiosidad egoísta y piadosa.
Al parecer su Dios era algo hecho para hacerla feliz a ella
y no ella alguien destinada a servir a Dios. Su Dios era «bueno» en la medida
que le concedía lo que ella deseaba, pero dejaba de seda cuando señalaba un
camino más empinado o estrecho. Tal vez hubiera podido aclararle que es cierto
que la oración concede todo lo que se pide, siempre que se le pida a Dios que
nos conceda lo que Él sabe que realmente necesitamos, y que la gran plegaria no
es la que logra que Dios quiera lo yo quiero, sino que yo logre llegar a querer
lo que quiere Dios. Amar a Dios porque nos resulta rentable es confundir a Dios
con un buen negocio. La fe en Dios, su amor, la confianza en Él son cosas
bastante diferentes de lo que mucha gente cristiana piensa. Los verdaderos
santos, como los auténticos amantes, vivieron el amor de Dios, pero sin pasarse
toda la vida preguntándose cómo se lo iba Él a agradecer. Sería interminable
hablar de todo esto.
Pero yo quiero concluir citando unos fragmentos de una carta
de santo Tomás Moro, escrita en la Torre de Londres, cuando esperaba que, por
su fidelidad a Dios y a su conciencia, iban a cortarle dentro de muy pocos días
la cabeza: «Aunque bien sé -dice a su hija- que mi miseria ha sido tan grande
que merezco que Dios me deje resbalar, no puedo sino confiar en su bondad
misericordiosa que, así como su gracia, me ha fortalecido hasta aquí y ha hecho
que mi corazón se conforme con la pérdida de todos mis bienes y mis tierras, y
la vida también, antes que jurar contra mi conciencia. Nunca desconfiaré de Él,
Meg; aunque me sienta desmayar, sí, aunque sintiera mi miedo a punto de
arrojarme por la borda, recordaré cómo san Pedro, con una violenta ráfaga de
viento, empezó a hundirse a causa de su fe desmayadiza, y haré como él hizo:
llamar a Cristo y pedirle ayuda. Y espero que entonces extienda su santa mano
hacia mí y, en el mar tempestuoso, me sostenga para no ahogarme. Sí, y, si
permite que aún vaya más lejos en el papel de Pedro y caiga del todo por el
suelo y que jure y perjure también, aún así confiaré en que su bondad echará
sobre mí una tierna mirada llena de compasión, como hizo con san Pedro, y me
levante otra vez y confiese de nuevo la verdad de mi conciencia. Sé que sin
culpa mía no dejará que me pierda. Me abandonaré, pues, con buena esperanza en
Él por entero. Y, si permite que por mis faltas perezca, todavía entonces
serviré como una alabanza de su justicia. Pero la verdad, Meg, confío en que su
tierna compasión mantendrá mi pobre alma a salvo y hará que ensalce su
misericordia [...] Nada puede ocurrir sino lo que Dios quiere. Y yo estoy muy
seguro de que, sea lo que sea, por muy malo que parezca, será de verdad lo
mejor.»
Ser cristiano es aceptar cosas como éstas, disparates como éstos. Saber que la
hora de la oscuridad es la mejor hora para verle. Aceptar que un dolor, por
espantoso que sea, puede ser el momento verdadero en que tenemos que demostrar
si amamos a Dios o nos limitamos a utilizarle.
José Luis Martín Descalzo
[ Tomado de "Dios y los náufragos", de J. R. Ayllón (ed. Belacqua
2002).
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