Vida inspirada e inspiradora ...

Más allá de las palabras, en el silencio, nos encontramos con Aquél que nos hizo por amor.
En Él nos reencontramos a nosotros mismos y a todos los que amamos.

sábado, 24 de diciembre de 2011

En la Navidad de 1886



Querido amigo:
Hoy es el día de los cristianos, es el día de la alegría porque Jesús viene para no dejarnos sólos, para llevarnos con Él a donde Él vive.
Hoy quiero que conozcas a Paul Claudel, su vida, tejida sobre todo de tristezas.
Dios le buscó con pasión, la pasión que él después le devolvería en la belleza de sus obras.Vida inspirada e inspiradora como todas las que se prestan a la acción transformadora del Espíritu Santo.
Te invito a que leas su impresionante testimonio.
Dedicado especialmente para tí en este día de Navidad.


Bajo la mano de Dios

 "El hombre se forma interiormente con el ejercicio y se forja respecto a lo exterior mediante choques" (Art poétique). Estas palabras de Paul Claudel definen admirablemente lo que fue la esencia de la vida de este gran poeta francés.
Claudel luchó durante su existencia en la búsqueda de su verdadera vida.
 Nació en 1868. Licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas, empezó la carrera diplomática, representando a su país brillantemente por todo el mundo.
. Siempre recordará sus primeros años con cierta amargura. Un ambiente familiar muy frío le lleva a replegarse sobre sí mismo y, como consecuencia, a iniciarse en la creación poética.
Paul Claudel se hace en la soledad; ésta le marcará para toda su vida.
También incidirá con fuerza en su espíritu el ambiente de Francia en su época:
exaltación del materialismo y fe en la ciencia.
Todo esto crea en él un estado de angustia en el que la única certeza es la de la nada en el más allá. Allí se hunde en el pesimismo y la rebeldía.
El acontecimiento clave en su vida: es la Navidad de 1886. Él mismo lo narrará: "Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886, fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las Vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat.
Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable. Al intentar, como he hecho muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin embargo, formaban un único destello, una única arma, de la que la divina Providencia se servía para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un pobre niño desesperado: "¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!". Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción.
¡Dulce emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un sentimiento de miedo y casi de horror ya que mis convicciones filosóficas permanecían intactas!. La religión católica seguía pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y hasta el asco. Lo que para mis opiniones y mis gustos era lo más repugnante, resultaba ser, sin embargo, lo verdadero,
Esta resistencia duró cuatro años.Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió. Esta fue la gran crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento…¡Dura noche!". Los jóvenes que abandonan tan fácilmente la fe, no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué torturas. El pensamiento del infierno, el pensamiento también de todas las bellezas y de todos los gozos a los que tendría que renunciar -así lo pensaba- si volvía a la verdad, me retraían de todo.
Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad, después de regresar a mi casa por las calles lluviosas que me parecían ahora tan extrañas, tomé una Biblia protestante que una amiga alemana había regalado en cierta ocasión a mi hermana Camille. Por primera vez escuché el acento de esa voz tan dulce y a la vez tan inflexible de la Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar en mi corazón. Cierto, lo reconocía con el Centurión, sí, Jesús era el Hijo de Dios. Era a mí, a Paul, entre todos, a quien se dirigía y prometía su amor. Pero al mismo tiempo, si yo no le seguía, no me dejaba otra alternativa que la condenación. ¡Ah!, no necesitaba que nadie me explicara qué era el Infierno, pues en él había pasado yo mi "temporada". Esas pocas horas me bastaron para enseñarme que el Infierno está allí donde no está Jesucristo. ¿Y qué me importaba el resto del mundo después de este ser nuevo y prodigioso que acababa de revelárseme?" ("Ma conversion". 10-13.) 
“No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo católico. (...) Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios, fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!". 

Paul-André Lesort: Claudel visto por sí mismo.

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